por Hugo Mujica
Vivir, es prometerse vida, anticiparse a uno mismo. No parece posible, no lo es, vivir sin proyectar, sin anticipar, y cada anticipación es algo así como un salto en el vacío, un salto hacia lo que aún no es, el salto que hace posible que lo que no es sea. Contar con lo que aún no es, es otra cosa que calcular o predecir: es arriesgar, apostar. El juego y el arte son escenificaciones y celebraciones de lo que toda vida tiene de imponderable, de imprevisible. La vida tiene, es, una imprevisibilidad irreducible a cualquier cuenta, a cualquier certeza. La existencia es un tiempo de riesgo: es el espacio temporal que permite el juego de las decisiones, que permite la movilidad, la transformación. El crecimiento.
La vida es actuación, no ensayo. Nacemos sin saber cómo se vive y morimos cuando ya no tenemos tiempo para vivir como aprendimos a hacerlo. Las cosas más importantes ni se enseñan ni se aprenden antes de hacerlas, tampoco, en general, dan el tiempo de programarlas y controlarlas: llaman a responder, no a calcular. Cada respuesta, cada riesgo, es una experiencia, no una repetición, y por eso mismo es una creación. Un acto irrepetible e individual, siempre provisorio e inconcluso, siempre abierto.
“No se puede tener paz evitando la vida”, reprocha en algún lugar Virginia Wolf a los que la quieren “proteger” de la incertidumbre de sí misma. Ni paz ni seguridad sin lo imponderable. La falta de certeza es una falta que suma: lo imprevisible es el espacio, la anchura, que tiene lo previsible para ser más que lo que se previó, para enriquecerse de novedad, de alteridad. Lo imprevisto, lo incierto, el riesgo, son nombres de la flexibilidad, la ductilidad; del momento de apertura de las posibilidades sin las cuales serían impensables tanto las innovaciones como la evolución, el crecimiento de la creación. Cuanto más asegurada está una vida más encerrada está, menos vida es; menos espacio abierto tiene para respirar, para aletear. Si vivir es anticipar, el anticipar produce temeridad: el miedo de abandonar lo que se es por lo que se puede ser: de avanzar. Para nuestra cultura vivir es controlar, dominar; dominando, controlando, nos sentimos seguros, aseguramos que nada quede fuera de control, aunque lo que quede fuera sea lo que en la vida escapa a todo control: lo que tiene de novedad, lo que solo en libertad llega a nacer. Bajo el mito de la seguridad, nuestras decisiones, las que tomamos, las que son aplaudidas, tienen como meta no tener que tomar nuevas decisiones, no volver a decidir. Soñamos con lo estable, con lo que nos libere para siempre de la ansiedad de decidir, de los riesgos de asumir… Soñamos, sin saberlo, con la muerte.
El juego nos atrae porque está tan abierto a la victoria como a la derrota: nos atrae su riesgo, su imprevisibilidad. Sin ese riesgo cualquier juego, cualquier vida, sería un simulacro de vivir, una parodia. Asumir este riesgo es asumir el coraje y la tensión de vivir. Asumirlo, es asumir la gravedad de la vida: su dignidad.
La vida no es claridad, es penumbra, su luz no es la del mediodía sino la del amanecer, la que insinúa, promete. Más que dejarse ver se deja adivinar, presentir; esa penumbra, parece desmentir cualquier tentativa de creer que lo ya vivido y sabido la puede explicar. Que cualquier explicación la puede agotar.
Lo que la vida tiene para darnos es lo que ella aún no es: ese espacio abierto en el que nos invita a nacer, ese riesgo que nos llama a recorrer.
Es tiempo de renacer con sinceridad mediante un cambio honesto y permanente.
Equipo S.O.S